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¿Cómo obviarla? Nada se le escapa, nadie se le oculta, ni la más mínima obstrucción física como puede serlo una mosca, una ceniza, o un pequeño brote de la planta más frágil. Es ella quien genera en todos y en todo un reflejo ineludible, un misterio precioso, una silueta desdibujada en su máximo detalle y redibujada una y otra vez en la imaginación de quien la observa, quien la padece o quien la admire. Es interesante pensar que de niño uno toma posición defensiva ante la sorpresa de que algo o alguien intenten persuadirlo, desubicarlo en el espacio físico, imitarlo. A medida que crecemos comenzamos a experimentar cierta curiosidad por aquella extraña mancha que se asemeja bastante a nuestra propia figura corpórea, detectamos los momentos y las causas por las cuales se generan aquellos encuentros de ensueño, lúdicos y terroríficos, intentando descifrar el fenómeno del espejo negro. Nos replanteamos la realidad de nuestro entorno al encontrarla también en las paredes, en los pisos de cerámica o de madera o de cemento o de lo que fuese, debajo de nuestros pies, sobre nuestras cabezas y aún en la oscuridad plena, puesto que allí era el momento de máxima expresión y hundimiento. De pronto descubrimos que nuestro gemelo esporádico comienza a no ser tan esporádico, sino más bien continuo y gratificante. Todo resulta ser distinto y confuso. Prestamos atención a lo proyectado y hacemos a un lado el, “¿por qué?” para dejarnos absorber en la belleza de un espectro alucinante. Y entonces ahora retorna la búsqueda, el arduo trabajo de poder no solo disfrutar de ella reflejar el mundo, de revelar el verdadero valor de lo que nos rodea y nos compone, de imitarnos, sino también de poder nosotros imitarla a ella. 

En mi búsqueda me entusiasma la noche, ese momento crudo en el que todo reluce por sus propios encantos. Puedo mirar al cielo horas y recolectar cuantas imágenes quiera, cuantas puedan capturar mis ojos mientras que las nubes corren y atraviesan la luna y se proyecta en los árboles de mi patio un fantasma fugaz que oscurece aún más por algunos segundos el mundo.
Es entretenido recorrer los mismos lugares de día tanto como de noche y observar el cambio radical de sus formas. La obscuridad abre sus límites y te transporta a una nueva realidad, cada uno decide hasta donde llegará el misterio.

Mi casa no está lejos de eso. De vez en cuando me siento sola a observar como el manto anaranjado del ocaso se descubre y deja llover la noche, deja caer el verdadero valor de las cosas, el valor mismo de las cosas, la esencia que las compone, la fisionomía, el espíritu. A través del ventanal, disparando cual flecha una mirada atenta e inamovible que atraviesa por completo la pérgola enredada por una vida de plantas, puedo observar como descansa sobre el débil césped una silla blanca, pero solo digo que es blanca porque mi necedad me lo comunica, yo sé que de día esa silla es blanca, pero ahora, en la noche, puedo decir que está infectada con un anaranjado efecto de la reverberación de la luz callejera que se hunde directamente en el aire, dándole un aspecto de lejanía y dudosa estabilidad, decorando el momento con un toque de suspenso y un poco de ansias al creer ver como comienza a caminar en círculos por el lugar, ocultándose entre los arbustos y trepándose en los árboles. Si sopla el viento no solo trepa por los árboles sino que también recorre los techos de los alrededores buscando algún refugio o simplemente otro lugar de descanso, así una y otra vez hasta que por fin decide regresar y apagarse por un momento en la soledad de las horas.
Mis ojos y la oscuridad comienzan el juego de la confusión y la adivinanza controlada, todo es lo que yo quiera, y yo veo lo que los espejos naturales deseen mostrarme.
 Todo se apaga. Desaparece ese leve destello anaranjado y todo se recubre con aquel manto cálido de la noche. Las esquinas de los techos desaparecen, el límite no existe, la profundidad no tiene fin. Se asemeja mucho a un teatro, y como en todo teatro, la obra comienza. Ubicando y desubicando el resplandor de una vela juego con los reflejos que cobran vida y cuentan historias.   Se transforma en un océano sombrío y cautivante, todo espectro es móvil por el tedioso tiritar del fuego provocado por las incesantes e ínfimas corrientes de aire que se pasean por donde se les ocurre, imitando una marea picada, un sorpresivo ambiente de desesperación y tranquilidad. Mi propia silueta desaparece y reaparece En medio de ese océano divino. La oscuridad colapsa dejando como tatuado un aspecto puro y placentero. Nada de esto está a simple vista, todo es próximo al descubrimiento. El agotador juego de los ojos y las sombras nos provoca el colapso del ensueño. La verdadera profundidad se encuentra en la ausencia de la luz, ubicándonos en un espacio absolutamente controlado por el soplido de las corrientes aéreas, desvaneciendo y redibujando lo que uno desee o cree ver.Mientras exista la sombra existirá el arte, mientras más dejemos de perseguir la luz intuitivamente, más dejaremos de encasillar los pensamientos, las inspiraciones, las creaciones fantásticas de lo muerto y de lo vivo, de lo que agoniza y de lo que espera ser tomado por nuestras manos. Mientras más oscuro está, más se ve. El detalle deja de ser mínimo, todo es detalle ahora, todo depende de la ausencia segura del contorno, del sexo de la obra. Todo depende de uno y uno depende de todo.
Cierro las puertas, las ventanas bloqueadas, solo una tenue brisa que viaja por entre mis pies y mis rodillas.
La marea sube.
Y yo me embarco.
Me embarco y voy por las paredes con mis manos.
Desvaneciéndome y resurgiendo a cada rato.
Inmovilizando aquellas imágenes.
Descubriendo.
 

LA SOMBRA Y LA NOCHE

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